LA HISTORIA QUE SE DEBE SABER...
La historia del soldado que se convirtió en mujer
Mientras dormía, sintió que un soldado deslizaba la mano por su
espalda hasta colocarla en la parte superior del pantalón. Ciro Velasco se
despertó, intentó dar media vuelta para lanzar un puñetazo pero el soldado lo
retuvo con todo el peso del cuerpo, le tapó la boca con una mano, y con la otra
le empezó a bajar la bragueta. Ciro intentó gritar. Buscó en medio de la
oscuridad algo con qué defenderse, pero sólo halló polvo en el suelo.
Después de descargar las ganas contenidas, el soldado se
levantó y caminó unos metros hasta desvanecerse en la penumbra. Ciro no fue
capaz de decir nada. Sentía miedo. Se cubrió el rostro y empezó a llorar. No
podía escapar, estaba secuestrado con ochenta soldados y policías en un
‘cambuche’ de madera rodeado de cercas de tres metros de altura construidas con
alambres de púas.
Al siguiente día no comió. Vio cómo los guerrilleros disponían
las ollas que contenían lentejas y arroz. Vio a sus compañeros de cautiverio
hacer fila con el plato en la mano para recibir su ración. El agresor se reía
con otros compañeros. Se sintió humillado al pensar que se estaban burlando de
él.
Ciro, que ahora es Sandra, suspende el relato. Toma de una
repisa de mimbre un paquete de cigarrillos y se lleva uno a los labios. Es el
séptimo cigarrillo de la tarde.
–Tú no me entiendes. Nadie me entiende; sólo los que vivimos
sabemos cómo es eso. Es el infierno… En los tres años de secuestro dormíamos con
la ropa mojada. Siempre sentíamos frío. Teníamos hambre y la mayor parte del
tiempo estábamos enfermos de gripa, paludismo o leishmaniasis. Aparte de todo,
por la falta de mujeres en el campamento, los soldados y policías desfogaban las
ganas de sexo entre ellos, delante de todos, porque la casita no tenía
separadores de nada. Entonces los que podían estar con alguien antojaban a los
demás y así fue que más de uno terminó violado.
El humo inunda el cuarto de Sandra. En el suelo de baldosines
marrones reposan las colillas quemadas. Las paredes están cubiertas de fotos de
su hija Nancy, de dos hombres que fueron sus amantes, y de ella vestida con
minifaldas de la época en que le tocó trabajar como prostituta en Yopal. La cama
tiene un tendido rojo y el ventanal está cubierto con una capa de lluvia de
estampado militar, el único objeto que conserva de su paso por el ejército.
Antes de ser Sandra y de prestar servicio, Ciro tenía una
novia veinte años mayor que él. A pesar de la diferencia de edad, él la amaba.
Nunca pensó en tener algo con alguien de su propio género. Hoy en día lo jura
con una cruz en la boca. Dice que si no la hubieran secuestrado quizá sería un
hombre casado, con más hijos y condecoraciones militares.
En 1995, cuando tenía 16 años, nació su hija, Nancy Edith
Velasco. Ciro abandonó el hogar materno y se fue a vivir con su novia. Ante una
nueva familia y sin dinero para la comida, recorrió las calles en busca de
trabajo. Por ser menor de edad, nadie lo contrataba. Al cumplir 18 años tampoco
lo empleaban porque no tenía libreta militar. En 1997 se enlistó en el ejército.
Estuvo en San José del Guaviare, de allí lo trasladaron a Elvira, en el Meta, y
a finales de julio de 1998 lo llevaron con un pelotón de más de treinta hombres
a Miraflores, Guaviare. Antes de partir, se despidió de su novia. Ese día, por
última vez, besó con pasión a una mujer.
Partió con la mochila de soldado, las botas puestas y el pelo
cortado al ras. Ciro le prometió que volvería pero no pudo cumplir su promesa.
Nunca regresó. Su hombría se quedó en el monte y cuando lo liberaron en 2001, se
había convertido en Sandra.
El 3 de agosto de 1998, cuando el presidente Ernesto Samper
preparaba maletas para abandonar la Casa de Nariño y Andrés Pastrana estaba por
llegar al palacio presidencial para gobernar al país, el soldado Ciro Alfonso
Velasco patrullaba en el monte con otros siete compañeros. Él recuerda que
caminaban sin linternas para no alertar a la guerrilla de las Farc que amenaza
con tomarse el pueblo. Escondido entre la maleza alcanzaba a ver las luces de
Miraflores, considerado en esa época el epicentro de la lucha contra las drogas
en Colombia.
A las ocho de la noche una explosión rompió el silencio. Más
de 600 guerrilleros se tomaron el batallón y la base antinarcóticos. Doscientos
soldados, que eran todos los que había en el casco urbano y rural, gastaron sus
municiones tratando de impedir el paso de las Farc. La diferencia de hombres era
de tres a uno. Los guerrilleros aventajaban al Ejército.
Después del estallido siguió una balacera que parecía provenir
de todas partes. Ciro quedó aturdido y miró hacia todos lados buscando al
enemigo. Cuando ya pudo controlar los nervios se arrojó al suelo, se arrastró
hasta una piedra y espero con un ojo en la mira de su fusil y el dedo rozando el
gatillo.
Una patada en el costado fue el aviso para darse cuenta de que
el enemigo estaba más cerca de lo que pensaba. Al voltear la cara, vio a un
guerrillero apuntándole con un arma. Cerró los ojos en espera de una descarga
que le destrozara la cabeza. No ocurrió. El guerrillero le ordenó que se pusiera
de pie. Tuvo que apoyarse con las manos. Sentía que sus piernas estaban tan
flojas como dos madejas de hilo. El guerrillero lo levantó por el cuello del
uniforme y lo arrió hasta una fila en la que estaban varios de los compañeros
con que patrullaba, y otros que se hallaban en el pueblo. Pensaba que los
guerrilleros buscaban el mejor sitio para darles el tiro de gracia. En medio de
la maleza, veía soldados mutilados, cuerpos inertes, botas abandonadas y ropa
despedazada. Ningunos de los muertos tenía más de 23 años.
En la madrugada llegaron a un río. Allí había media docena de
lanchas tripuladas por guerrilleros. En una de ellas subieron a Ciro y a otros
soldados. Navegaron durante 24 horas contracorriente hasta llegar a una selva
oscura y húmeda llena de serpientes, monos aulladores, arañas y mosquitos.
Caminaron tres días más hasta llegar al campamento guerrillero. Allí los
encerraron en el ‘cambuche’ de madera cercado con alambre de púas.
El tiempo pasaba en una sucesión de soles y lunas. Cada día
parecía la repetición del anterior como si el tiempo se hubiera estancado y los
ochenta secuestrados estuvieran condenados a repetir las mismas acciones por el
resto de sus vidas. Para ellos el tiempo se manifestaba cada vez que les crecían
las uñas, el cabello y la barba. A Ciro Velasco no le creció la barba pero el
pelo le llegaba a la mitad de la espalda. Por la falta de comida adelgazó. Su
voz era la más suave entre todos los hombres. Cuando entró al Ejército, los
superiores le daban cucharadas de panela con ají para que hablara con un tono
más grave. El remedio no surtió efecto. Parecía una mujer en medio de hombres.
Era el más delgado, el más vulnerable.
–Era fácil que los ‘mancitos’ me cogieran por detrás y tenga,
Ya te imaginarás cómo.
Sandra lanza una colilla encendida que cae a los pies de su
cama. Toma otro cigarrillo y saca de un armario un álbum de fotos.
–Mira. Aquí estoy cuando era soldado. ¿Verdad que era
guapo?
En la foto aparece con el pelo corto y camuflado militar. Era
un joven de rasgos finos y cejas pobladas que se unían a la altura de la nariz.
Ciro sólo se parece a Sandra en los hoyitos que se le forman en las mejillas
cada vez que ríe. Las cejas pobladas fueron reemplazadas por dos líneas tatuadas
sobre los ojos. El pelo le llega a los hombros y sus tetillas de joven ahora son
un par de senos de casi una libra cada uno. Sandra es más femenina que muchas
mujeres. Se sienta con las piernas cruzadas y procura no abrirlas en público.
Mantiene erguida la espalda y mueve sus manos con delicadeza al hablar.
-Me violaron, pero después pagaron todos los que me hicieron
daño. Después de esa noche en que el soldado me cogió a la fuerza, un año
después de la toma a Miraflores, llegaron otros pidiendo lo mismo: sexo, y como
yo no accedía me cogían a golpes, me mostraban el miembro y me obligaban hacer
aquello…Pero yo no fui la única que me ‘voltee’ en el monte, muchos se voltearon
y ahora andan diciendo que yo era la única. Cómo no va a saber una que tenía que
ver todas las faenas. Es que yo sí puse la cara y afronté mi vida.
Los diez primeros meses después de la violación, los
compañeros le gritaban en el día que era una loca, una degenerada, un travesti o
un marica. Los mismos que lo insultaban llegaban en las noches a buscar su
cuerpo. Una docena de veces tuvo que recurrir a los puños para defenderse de los
agresores. Le partieron una ceja. Desesperado por el acoso, llegó a suplicarle a
los guerrilleros que lo encadenaran a un árbol lejos de todos. Inclusive pensó
en suicidarse, pero no fue capaz porque sabía que no podía hacer eso por su
hija.
-Allá vendí mi cuerpo por protección. Tenía un amiguito que me
quería en la intimidad. Era de los pocos que me trataban bonito. Pero durante el
día leía la Biblia, no me ponía cuidado y no me defendía de las groserías. Si me
pegaban se quedaba tranquilo. Luego llegó un ‘mancito’ que todo el mundo
respetaba y me pidió que estuviera con él. Yo sabía que si todo el mundo se daba
cuenta de que yo estaba respaldada por el ‘duro’, me iban a tratar mejor. Así
fue hasta que este tipo me vio hablando con otro soldado y me pegó un bofetón en
la cara.
Ciro Velasco se acostumbró a ser la mujer de los secuestrados.
Andaba con el pelo suelto, empezó a caminar contoneando las caderas y cada vez
que la guerrilla le daba ropa al grupo, él cortaba las camisas y pantalones con
una cuchilla de afeitar, y cosía con una aguja e hilo negro que le
proporcionaron los guerrilleros. Todos lo empezaron a llamar Sandra y a tratarla
como mujer. Ella no sabe de dónde salió el nombre, pero lo sigue manteniendo
como una forma de recordar para siempre su cambio de vida.
Medio año antes de su liberación, los soldados se disputaban
el amor y la exclusividad de Sandra. Más de diez hombres, entre policías y
soldados, le escribieron cartas, se le arrodillaron y lloraron reclamándole
fidelidad. Ciro, convertido en ‘ella’, se volvió un trofeo para los hombres.
Se enamoraron de mí. Por Dios Santísimo que rompí varios
corazones. Ellos se me arrodillaban, me besaban con amor, me decían que me
amaban con locura. Para ese momento ya no me importaban. Ellos no saben el daño
que me hicieron pero logré vengarme. Bien merecido todo lo que los hice
sufrir.
Mientras Sandra rechazaba propuestas de amor y cosía hasta que
los ojos se le cansaban en el ocaso del día, en San Vicente del Caguán, Caquetá,
se estaba fraguando su liberación. En febrero de 2001, en la vereda Los Pozos, a
20 kilómetros de San Vicente, el presidente Andrés Pastrana se reunió con el
jefe guerrillero Manuel Marulanda Vélez para firmar el Acuerdo de Los Pozos, que
establecía el intercambio humanitario entre secuestrados por prisioneros de la
guerrilla. Marulanda y Pastrana se dieron un apretón de manos. Los medios de
comunicación de todo el mundo registraban la sonrisa de los protagonistas del
acuerdo.
Cuatro meses después, un guerrillero se acercó al ‘cambuche’ y
empezó a señalar a varios soldados al azar. Sandra vio que el dedo la apuntaba.
Quedó desconcertada. Por primera vez en tres años logró salir de la prisión
selvática. Fueron 15 los afortunados. En junio, en el mismo lugar donde se firmó
el acuerdo entre el gobierno y las Farc, Sandra, que quiso salir como Ciro,
volvió a la libertad.
Ella recuerda que días antes de la liberación le pidió a un
guerrillero que lo peluqueara. No quería que su familia se enterara del cambió
que había sufrido en el cautiverio. Lloró sobre su cabello arrancado y pensó que
sin el pelo las cosas cambiarían. Intentó dejar atrás su vida como Sandra,
enterrarla en el monte y regresar como el hombre que se fue.
Un beso le señaló que todo era diferente. Que quien estaba
enterrado en el monte no era Sandra sino Ciro. Al sentir el contacto de los
labios de la novia que lo esperó durante tres años, no sintió nada. Pensó que el
amor se había acabado e intentó probar con otras mujeres. Ninguna lograba
excitarlo. Terminó con la madre de su hija y se fue a vivir a la casa
paterna.
Mientras vivía con su familia notó que sus gestos eran
diferentes. En el comedor cruzaba las piernas como una señorita y medía cada
bocado que se echaba a la boca. Sus tres hermanos, por el contrario, comían de
cualquier manera, con las piernas abiertas y sendos cucharones. Su madre empezó
a pensar que había algo extraño en el hijo liberado.
Para no seguir levantando sospechas en la familia, Ciro se
tatuó un nombre de mujer en el antebrazo, ‘Luzmery’. Siempre andaba con el
tatuaje descubierto para contar que estaba enamorado de una novia que nadie
conoció. Viendo que los temores sobre su sexualidad se agudizaban en el hogar,
resolvió marcharse y dejar salir de su interior a la mujer que clamaba por
salir.
Se fue a vivir a una habitación arrendada en la localidad de
Bosa. Sin el menor recato empezó a maquillarse. Le gustaba quedarse frente al
espejo aplicándose labiales, lápices, sombras. Esos primeros días de Sandra en
la ciudad fueron como los de una preadolescente que está empezando a vivir. Iba
a las tiendas de ropa de Chapinero para medirse pantalones, blusas, chaquetas.
Cuando empezó a ganar dinero trabajando como ‘dama de compañía’ en un local de
Teusaquillo, lo primero que compró fue un juego de ropa interior color rojo.
Para dar una apariencia femenina, rellenaba los sostenes con medias. En más de
una ocasión los clientes se quedaron con el relleno en la mano.
Sandra recurrió a una amiga travesti para que le consiguiera
tres litros de una solución salina que reemplaza los implantes de silicona. Pagó
400.000 por cada litro. Se inyectó dos en los senos y uno en el trasero. Gracias
a estos cambios, los clientes empezaron a pagar mejor. Se convirtió en una de
las divas del lugar, en una de las mejor pagas. Más adelante trabajó en un club
nocturno en Chapinero y luego viajó a Yopal, Casanare, para seguir explotando
sus atributos.
Cuando habla, se mueven sus senos por debajo de una camisa
escotada de color negro con brillantes. En el pecho sobresale el tatuaje de una
sirena rodeada de fuego montada en un delfín.
-El tatuaje no significa nada, es que me lo hice para cubrir
una cicatriz ¿ves?- acerca el cuerpo para mostrar lo que hay debajo del
dibujo.
-Es que me clavaron cinco puñaladas en el pecho y un
cuchillazo en la garganta. Eso parecía de terror. Yo apenas trataba de ponerme
la mano en el cuello… ¿Si has visto esa película en donde un asesino coge a
puñaladas a una chica?, pues así fue. Sandra cierra la mano y la agita en el
aire varias veces para revivir la escena.
Imagínate que entré a dos ‘mancitos’ a la casa para tomarnos
unos guaros. Me pidieron que les mostrara fotos de mi familia y yo como una boba
les pasé el álbum. En una de las páginas tenía guardados 500.000 pesos. ¡A esos
hombres se les fueron los ojos! Seguimos hablando un rato más y luego uno sacó
un cuchillo y empezó a enterrármelo como desesperado. Al final me quería rematar
cortándome la garganta. El otro sacó mi platica y se fueron. En el Hospital
Militar me dijeron que mis senos me habían salvado de morir.
En 2007, un año después de salir del hospital recibió una
llamada a su celular. Era la mamá de Nancy, la hija de los dos. Su voz era
apagada y lejana. Le dijo que se estaba muriendo. Sandra le quería preguntar
detalles de la enfermedad, pero la mujer solo le dijo que no tenía tiempo para
hablar de eso. La llamada era para suplicarle que a su muerte se hiciera cargo
de la niña, porque a pesar de la decepción que le causó enterarse de que era
travesti, podía ser una buena madre. Le recomendó que luchara por la niña, que
la sacara adelante y que viviera con ella. Sandra se puso a llorar.
El entierro fue en La Belleza, un pueblo campesino al sur de
Santander. No alcanzó a llegar a despedirse de la única mujer que había amado.
Días más tarde tomó un bus y visitó la tumba. Venía a cumplirle la promesa de
llevarse a la hija a Bogotá.
Desde que se bajó del campero que hacía los expresos desde
Puente Nacional hasta La Belleza, sintió varias miradas. Pensó en devolverse.
Por unos instantes se sintió avergonzada pero después de unos segundos recobró
la fortaleza. Levantó los ojos para retar las miradas y, con el contoneo
aprendido en el secuestro, caminó por las calles. Las casas seguían iguales, los
viejos eran más viejos, y los amigos que compartieron su infancia ya eran unos
hombres. Sus ojos maquillados con pestañina se inundaron de lágrimas negras ante
el recuerdo. Sentía que estaba purgando su dolor. Recogiendo los pasos de su
vida y de su transformación.
Al girar la cabeza para contemplar todo el escenario de sus
primeros años, vio que la seguía una procesión de más de medio centenar de
personas que apostaban por adivinar su identidad. No le importó lo que
murmuraban. Fue directo a la casa de su ex suegra y golpeó varias veces la
puerta. La señora abrió. Vestía de luto. Detrás ella venía corriendo una niña de
doce años que se le colgó en el cuello exclamando “Hola papá”.
Al regresar a Bogotá sostenía sobre sus piernas a Nancy, su
hija. Para Sandra fue el día más feliz de su vida. Quería que ese trayecto fuera
tan eterno como el cautiverio.
Hablaron poco. Sandra no sabía qué decir. Estaba nerviosa.
Durante los últimos años había vivido rodeada de hombres, de rumba y de licor.
Le preguntó a la niña todo el camino si estaba bien, si tenía hambre, si tenía
frío. En la cabeza de la nueva madre resuena el único diálogo que sostuvieron en
el camino.
-Papá, ¿puedo dejar de llamarte papá?
-Claro, como me quieras decir.
Quiero llamarte Sandra, es que me siento mal diciéndote papá.
Pero no te preocupes, tú sabes que te quiero.
Llevan cuatro años viviendo juntas en el sur de Bogotá.
Después de una tutela que interpuso en contra del Estado logró una pensión por
invalidez de 750.000 pesos y tiene una demanda pendiente para que el Estado la
indemnice. Hace 10 años recibió una primera indemnización de 7 millones de
pesos, pero cuando ganó la tutela se la descontaron de la pensión. Sandra está
mal de salud. Sus senos están irritados al igual que las nalgas. La EPS a la que
está afiliada dice que no la pueden atender porque no cubren tratamientos
estéticos. Ella se siente desprotegida.
Nancy escucha desde una silla de la entrada del cuarto el
relato de su padre-madre. A veces asiente con la cabeza, a veces abre los ojos.
En toda la conversación permanece callada, solo se ausenta cuando Sandra le pide
ir a la tienda para comprar un ponqué, una gaseosa o varios cigarrillos. En una
de las ausencias de la hija suelta un suspiro. “He llorado demasiado. Tú no
sabes cuánto. Todo me ha tocado aprenderlo a los golpes. Ahora quiero enseñarle
a Nancy que sea una verdadera mujer. No quiera que viva ni la mitad de lo que me
tocó a mí”.
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